Una nueva discusión. En esta ocasión como en otras tantas
últimamente, no había un claro motivo que hubiese precipitado tal discusión.
Las cosas no funcionaban desde hacía varias semanas. Aunque lo hablaban, y
buscaban soluciones, el día a día, la torpe realidad que en esos momentos les
rodeaba a ambos, iba lentamente minando la relación. A ella en el trabajo “la
puteaban” como decía cuándo por las noches se dejaba caer en la cama. Entre el cansancio y las ganas de dormir le
contaba que ya no tenía horario fijo, que igual las hacían ir por las mañanas
que por las tardes. Incluso los fines de semana ya no le pertenecían, parecían
de la propiedad de la empresa. “Renuncia al trabajo. Ya encontrarás algo mejor”
Él intentaba animarla. Pero ella se encolerizaba más. “¿Cómo leches voy a dejar
el puto trabajo? ¿Crees que hoy día se puede elegir? Yo no soy cómo tú ¿lo
sabes? Yo necesito salir para poder trabajar, no se trabajar en casa maldita
sea”.
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Y así era como empezaban las disputas. Los malos momentos
entre ellos. Salió del piso y comenzó a caminar sin rumbo fijo. Los días
empezaban a ser más largos, y había ya tardes que apetecía un tranquilo y
agradable paseo por el parque. Pero no sólo, sino disfrutando de su compañía.
Sintiendo su cuerpo al lado del suyo. Notando cómo le cogía de la mano y
acercaba su cabeza a su hombro. Hablando en voz baja, contándose el día a día,
dejando escapar de vez en cuando algún beso de manera furtiva. Pero aquello
había pasado ya. O ya no ocurría tan habitualmente como antes.
En medio de esos pensamientos se sentó en un banco. Miró
distraído a su alrededor. Al otro lado de la enorme cantidad de árboles que
rodeaba el parque estaba ella. En el piso, seguramente tomándose un té de hierbas.
Tres gritos y cada uno por su lado. Volvería algo más tarde. Solo necesitaba
despejar un poco la mente. Dejarla sola unos minutos.
Tres muchachillos pasaron por delante de él. Apenas de once o
doce años. Los tres llevaban móvil. Manipulaban sus pantallas táctiles y
hablaban entre ellos riendo y mirándose cómplices cuando nombraban a una chica,
a una tal Andrea. ¿Así era él cuando tenía su misma edad? Se preguntó repentinamente
y en silencio al descubrir la conversación de los chicos. Por un instante no le
parecieron niños. Le parecieron adultos en pequeño. Adultos guardados al vacío
en un diminuto cuerpo. Con la edad que tenían esos chavales deberían de estar
jugando, y no hablando de chicas.
Los chicos se sentaron en un banco que había a poco más de
tres metros de él. Continuaban hablando entre ellos y mirando los móviles.
Parecía como si estuviesen hablando por chat con la tal Andrea. “mira lo que
acaba de decir tío” decía uno de ellos todo revolucionado e inquieto o
excitado. “joder colega” repetía. Y riendo y hablando entre ellos en voz alta
se arremolinaban frente a uno de los móviles y reían de manera que parecían casi
escandalizados. “Dila que…” decía otro de los chicos.
Él jugaba a las chapas cuando tenía la edad de esos chavales.
Y casi todas las tardes se reunían detrás de la Iglesia del pueblo, a eso de
las cinco y media, después del colegio y jugaban al futbol. ¿Por qué cambiaron
la era por la parte de atrás de la iglesia para jugar al futbol? Desde luego en
la era los partidos eran bastante más intensos y no tenían que detener el juego
cada dos por tres porque pasase alguien por la calle, como ocurría en la parte
de atrás de la iglesia. ¿Estos chicos no jugaban al futbol? ¿No jugaban a las
chapas? No, a las chapas desde luego no. Era algo que había quedado tan
obsoleto como la misma niñez.
Y sin poder evitarlo seguía escuchando a los chavales. No les
miraba, no hacía falta. Su mirada de vez en cuando se clavaba en la tierra,
alrededor de sus pies, y otras se perdía por las copas de los árboles que
rodeaban el parque. Pero no podía evitar escuchar las conversaciones de los
chavales. “Que si el profesor de ciencias era un nazi, que si Andrea estaba buenísima,
que si Luisa era una guarra, que si Pedro el capullo tenía ya el último modelo
de móvil que había salido a la venta.” En algunos momentos decían palabras que
incluso a él le hacían dudar de que si los que estaban hablando eran niños o
adultos. ¿Un niño es capaz de decir esas palabras? Se preguntaba. “joder, si
ocupa más la palabra que el puto niño”. Poco después los chavales se levantaron del
banco y despreocupadamente se alejaron.
Se recostó en el banco. Recordando su ya lejana niñez. Le
gustaba recordar aquella niñez con un agradable toque de ingenuidad. Los
partidos de futbol, las carreras de chapas, las batallas a pedradas contra los
chicos de otros barrios. Y porque no, las primeras sonrisas a escondidas y las
primeras miradas a María, a Remedios. Pero no recordaba ser como los chavales
que acababa de ver. Cierto que eran otros tiempos, y las mentalidades cambian,
incluso más deprisa de lo que se cree la gente. Pero le gustaba recordar su
niñez, cuando los niños eran niños y no adultos en pequeño. Donde un cachete de
los padres, o un castigo del profesor era algo a tener muy en cuenta, a
respetar. Cerró un instante los ojos. Pensó en ella. Con las manos en los
bolsillos del pantalón regresó al piso. Estaba sentada en el sofá. La taza de
té vacía sobre la mesa de centro, y la televisión encendida a un volumen más
bien bajo. Sus miradas se cruzaron. Ella dibujó una ligera sonrisa casi de
disculpa en su rostro y suavemente con la mano golpeó el asiento del sofá, invitándole
a sentarse junto a ella.