Se tumbó en el sofá que tenía en el
salón de su casa y perdió la mirada hacia la puerta.
La primavera inauguraba su primera
semana. La puerta abierta de par en par y la vieja cortina que la cubría se
zarandeaba ligeramente por una tímida brisa.
El sol se abrió paso por entre unos
nubarrones, y durante unos minutos la luz brillante azotó con inusitada fuerza
para esa época del año la cortina. Fuera, el jardín delantero de la casa.
Y de repente, tumbado en el sofá y
mirando hacia la cortina y el sol bañando el jardín, sintió lo que le gustaba
llamar como “el rítmico silencio del verano”
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Era lo único que echaría de menos
cuando llegase el momento de partir. Aquel instante en los calurosos veranos,
hacia las cuatro de la tarde, cuando intentaba echar una cabezada.
El calor cayendo de golpe, el silencio reinante, tan solo el sonido de alguna chicharra a lo lejos rompiendo de manera sutil un silencio absoluto.
El calor cayendo de golpe, el silencio reinante, tan solo el sonido de alguna chicharra a lo lejos rompiendo de manera sutil un silencio absoluto.
Silencio. Silencio. Dejándose notar
incluso el peso del sofocante calor del verano.
Y por alguna extraño motivo, sintió
lo mismo ese mediodía apenas comenzada la primavera. El rítmico silencio del
verano parecía querer darle una sorpresa. Sonrió en silencio. Gozando de aquel momento.
Silencio. Silencio.
Una mosca a lo lejos. El sol se
resistía a desaparecer entre los nubarrones. Sus ojos se cerraron lentamente.
La paz interior que le proporcionaba aquel instante lo acompañaría durante toda
la eternidad.